Las normas son lineamientos que por costumbre, adopción o imposición señalan a los individuos y sociedades su actuar en el mundo; las normas delimitan, conducen e indican, así como en su conjunto constituyen, es decir, agrupan. Las normas, en tanto signos que tienden a ubicar e influir inequívocamente el contenido de las acciones individual y social, además de enlazar a los individuos en un tipo de identidad en el que, tácita o explícitamente, individuos ceden y patrocinan las reglas que de manera conjunta deben prevalecer sobre las conductas individuales. La normatividad, entendida como conjunto de normas, establece el orden de los grupos, de las instituciones, de las porciones de la realidad y, sobre todo, de la convergencia de las acciones individuales. Técnicamente, los ordenamientos no necesariamente implican la impronta del derecho, aunque de la concepción del ordenamiento en definitiva surge el concepto de derecho, pues los fundamentos de los ordenamientos jurídicos tienen sus sustentos en concepciones naturalistas, positivistas, relativistas, realistas, materialistas, idealistas, etc. Los ordenamientos, entonces, constituyen propiamente lo que conocemos por derecho.
La actualidad del quehacer filosófico en el campo del derecho se apertura con el estropicio causado por la segunda guerra mundial, en la cual se destruyen todas las concepciones universalistas con relación a los otrora magníficos postulados que intentaron unificar al mundo en el engendramiento ilusorio de la magna civilización europea –que desde éste momento no debemos olvidar-. La cuestión posterior a la gran guerra sobre las normas jurídicas consiste simplemente en si éstas deben ser: ¿Legítimas o justas?. El desarrollo de tal cuestión laxó y tranquilizó por un tiempo a los teóricos, logrando concebir desde un marxismo crítico hasta un liberalismo incluyente teorías de justicia un tanto, puede decirse, democráticas y relativas de conformidad a las necesidades de la sociedad posterior a la guerra. Por un lado, los regímenes democráticos sostuvieron la “legitimidad” de sus normas con base al ejercicio del sufragio directo o indirecto de sus ciudadanos en la creación de las normas, y por el otro, los regímenes de corte social adoptaron genéricamente la colectividad como cimiento de la justiciabilidad de los estratos sociales desprotegidos y desfavorecidos del mercado.
“Justicia” y “legitimidad”, entonces, fueron –y son- los conceptos centrales en la creación de la norma; postulados que desde el llamado contractualismo y la alborada del horizonte de los derechos humanos dan, de algún modo, la legitimidad y aplicabilidad de las leyes. So tal conceptualización, en Alemania una noción contractualista surgió con la teoría crítica de Habermas y que en el campo del derecho magistralmente tuvo la voz de su alumno Alexy; en los Estados Unidos de la mano de Rawls el liberalismo propuso la legitimidad de la norma mediante la participación democrática y en Inglaterra en un balance entre “legitimidad” y “justicia” surgió el Estado de Bienestar. Derivado de las anteriores teorías el llamado constitucionalismo surgió como la opción pragmática para sostener tales pactos –algunas veces democráticos-, que elevara al individuo sobre las instituciones de una forma tal en que el consenso fuese el instrumento mediato para plasmarse a manera de contrato social llamado constitución.
En definitiva, sin siquiera vislumbrar superficialmente las teorías antes citadas, éstas emergieron como posibilidad y proyecto social de inclusión de todos los estratos de la población. Sin embargo, las mismas que se tornaron viables, al día de hoy se ven amenazadas ante la realidad socio-política que acontece el mundo. Es de dominio público la efervescencia de un nuevo tipo de nacionalismo que, antes de agotar si quiera cien años del estallido de la segundo guerra mundial, se aparece de una forma similar a lo que su momento histórico ocurrió en Europa como antecedente y motivo para las primera y segunda guerras mundiales. Bajo tal crisol, el conocido BREXIT y la llegada de Trump a la presidencia de los Estados Unidos –como algunos hechos en el mundo- son síntomas que surgen de la necesidad de plantear y analizar el derecho y el constitucionalismo a la luz de un enemigo común que, paulatinamente, recuerda las más grandes ignominias: El nuevo y exacerbado nacionalismo.
De tal modo es que las dignas aspiraciones éticas entendidas como derechos humanos y las teorías constitucionalistas para fundamentar, entre otros aspectos la libertad individual y la solidaridad entre pueblos, peligra ciertamente ante el deterioro de la “legitimidad” y “justicia” de las normas existentes, pues de ahí surge el principal componente del descontento generalizado sobre los actuales pactos que rigen a las sociedades ya los Estados. Luego entonces, sin precipitar, las actuales normas son ¿legitimas y justas?. De ahí el surgimiento proteccionista de algunos personajes y naciones.
II
El dogmatismo es la abnegada creencia de verdades que no pueden ser sometidas a dudas o escrutinios, es decir, que son verdades reveladas cuya consistencia se presenta absoluta sobre los demás contenidos. El dogmatismo es metafísico, es un tipo de “principio de los principios” que indica fundamentos intransigentes y relieves insospechados. El nacionalismo, por su estrecha vinculación con la doctrina dogmática de signos y símbolos, es un dogmatismo que necesita adhesión, sometimiento y contrapartes. El nacionalismo revela ciertamente identidad y filiación, además de aparejada disgregación y anquilosamiento ideológico que lejos de aparentar virtuosismo en las naciones a éstas las atomiza; desarticula el pretexto de la solidaridad y en tiempos de crisis se aparece como opción necesaria ante la intervención de naciones y/o empresas extranjeras. El nacionalismo unifica a las masas y debilita la individualidad de las personas, creando una esencia social de pálida unidad y enemigos uniformes. Heidegger, con trazos diversos, lo identificó en otra esfera como el “uno”. La autenticidad de la vida humana se ve coartada ante la opinión pública y los altos ideales sobrevalorados en momentos de catástrofe. Occidente se actualiza en la catástrofe.
Cual decía anteriormente, los conceptos “legitimidad” y “justicia” son los fundamentos actuales del derecho, la teoría intenta sin éxito vincular en las normas una legitimidad justa o una justicia legitima sin conseguirlo aún. Ante tal situación, es evidente que la democracia ha demorado eso que conocemos como justicia social y por otra parte empoderó a los grandes comerciantes del mundo dentro de un mercado voraz y cosificado, además de encumbrar a las clases políticas como títeres de los primeros. Así, condicionados a la economía global y a los empréstitos de los Estados, la riqueza se acumuló en unos cuantos y las deudas se publicitaron para ser obligaciones cobraderas a la totalidad de la ciudadanía: Los beneficios se privatizan y la miseria se generaliza. Luego entonces, la ley, las constituciones, los pactos sociales, ¿son justos?, el orden socio-político es ¿legítimo?. Ante tales cuestiones, justificadas todas, surgen las dudas sobre el sometimiento de la voluntad individual a instituciones que en el nombre de la colectividad y de los pactos sociales contravienen el modo primario de existencia de la ciudadanía.
Así, es irremisible someter al examen la funcionalidad de la democracia occidental y los supuestos altos principios que la rigen: Sí, indirectamente, existe la decisión de los individuos para la elección de sus gobernantes y sus legisladores, aun, tales elecciones ¿han beneficiado al grueso de la población?, ¿la riqueza se distribuye equitativamente?. Tales cuestiones constituyen abiertamente las debilidades principales tanto del liberalismo contemporáneo así como del constitucionalismo social y el Estado de bienestar. Todas, que tienen origen en el consenso e intentan equilibrar las diferencias, ven con horror como un nuevo nacionalismo, muy parecido al que se originó antes de las dos guerras mundiales, se alza sobre el primer mundo. No es nada raro que Trump en los Estados Unidos hubiera sido electo presidente, pues la diatriba postulada caló en lo más hondo del grueso de la población norte americana, generando las tremendas dudas sobre el porvenir económico, la falta de empleo y la posición de los Estados Unidos como otrora fuerza política en el orbe. Situación similar ocurrió en el Reino Unido con el llamado BREXIT, que puso en tela de juicio la vocación y funcionalidad del mercado común y los cimientos de la Unión Europea.
No es raro, pues, que ante la falta de legitimidad o de justicia de la realidad socio-política de las naciones surjan paulatinamente dejos de incredulidad hacia las instituciones, las leyes y el actual sistema. Campo fértil para la germinación de extremos como lo es el nuevo nacionalismo intransigente que emerge en el horizonte occidental. Es grave; pero optimista. La caída en los nuevos extremismos deben hacernos recordar el estropicio causado por los mismos y la detonación de la humanidad. El derecho surge como un campo accesible para la reflexión de una nueva sistematización de valores que arroje medidas novedosas y participación social. Latinoamérica emerge, también, como un ejemplo de fecundación continental que puede originar modificaciones trascendentales a la democracia, que a la par preocupa del mismo modo al occidente industrializado.
La materialidad de los derechos constitucionales debe aplicarse a las instituciones y sistemas con base a la libertad de los individuos, y no al revés. Caso contrario origina el engaño esperanzador de doblar la dignidad a favor de megalómanos que representan los peores recuerdos de la colectividad. Materialmente, la democracia y el Estado liberal se encuentran en crisis, y una crisis es oportunidad, posibilidad para la modificación o el retroceso. Habrá que sopesar que es más importante o urgente: La legitimidad o la justicia. Las naciones o los individuos.
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